Expertos en seguridad internacional y juristas coinciden en que los ataques contra la población se asemejan a prácticas terroristas, aceptarlo implica una fuerte presión internacional necesaria contra el narcoterrorismo
Cuando un grupo de sicarios acribilla a balazos a vecinos a discreción, quema vehículos que cortan carreteras y sitian pueblos completos, incendia comercios con empleados dentro, como ha observado México estos días, está enviando un mensaje que va más allá de las propias víctimas de narcoterrorismo. Es una declaración de poder dirigida al Estado mexicano y a su población, un recordatorio de quién manda. Los múltiples ataques del crimen organizado la semana pasada, que exportaron al mundo la imagen de un país en llamas, han resucitado el fantasma del terrorismo. Un término delicado para cualquier país, más aún cuando el vecino del norte, Estados Unidos, mantiene vigente una cruzada contra él y cuando asumirlo supone también aceptar el fracaso de una estrategia de seguridad que no solo no ha desmantelado los cárteles de la droga, sino que se encuentran más fuertes que nunca.
Más allá del debate académico y jurídico del término narcoterrorismo y de las agendas políticas a las que le convenga mencionarlo, a ningún vecino de Ciudad Juárez le queda duda de que lo que vivió el jueves pasado, el asesinato a sangre fría de ciudadanos que estaban trabajando o iban a cenar a una pizzería, no se trató, como insistió el Gobierno, de una respuesta del narco “debilitado”. Más bien que, una pandilla local, Los Mexicles, que hasta ahora no había figurado entre los grandes cárteles, desató sin que nadie lo impidiera el terror en sus calles con el objetivo de frenar el traslado de su líder, Ernesto Piñón de la Cruz, El Neto, a una prisión federal. Es decir, los que murieron en el restaurante o los que perdieron sus negocios, formaban parte de una estrategia más macabra si cabe: cambiar los planes de la autoridad.
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Esto en el Código Penal federal mexicano tiene un nombre claro: terrorismo. La tipificación en México no contempla que el grupo tenga que tener un posicionamiento político o religioso, como se asume en los grupos terroristas en otros lugares del mundo. Simplemente el acto de ejercer violencia contra la población, o bienes públicos o privados, creando “alarma”, con el objetivo de presionar a una autoridad a que tome una determinación a su favor, se considera que cumple los requisitos para ser juzgado por este delito. Y los riesgos de pasarlo por alto, según explica el exministro de la Suprema Corte, José Ramón Cossío, suponen “el acrecentamiento de la impunidad”.
“Si tú mediante la violencia logras un efecto en las autoridades para un determinado fin, cada vez que las autoridades quieran operar en ese sentido, quienes se oponen llevarán a cabo medidas semejantes, sabiendo que serán exitosas”,
explica Cossío.
El Neto sabía que se saldría con la suya, porque otros lo hicieron antes. El intento de detención de uno de los hijos de Joaquín El Chapo Guzmán, Ovidio, desató el caos en la ciudad de Culiacán (Sinaloa). El cartel que fundó su padre, entonces ya estaba detenido en Estados Unidos por narcotráfico, sitió la localidad y amenazó con una sangría tal que el Gobierno del presidente Andrés Manuel López Obrador ordenó la liberación inmediata del heredero. La decisión del mandatario, sumamente polémica, para evitar la matanza de inocentes, sentó un precedente del que se agarraron los sicarios de El Neto en Juárez.
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El experto en terrorismo internacional, Mauricio Meschoulam, explica lo complejo de llamar a las acciones del narco “actos terroristas” o “narcoterrorismo”. Para la definición del terrorismo tradicional, la motivación para ejercer la violencia está clara y suele implicar una reivindicación política o religiosa, pero los motivos del narco en México varían tanto como el propio ecosistema de decenas de organizaciones que conviven en el país.
“El objetivo de los actos criminales es a veces la sociedad en general, no solo las víctimas directas; pero a veces es otro grupo criminal, el Ejército, las autoridades; y otras veces es una combinación de todo lo anterior”,
señala Meschoulam.
“No está claro que la motivación del narco sea solo económica, como se suele entender. Para algunos grupos es tanto el poder económico que manejan, que se meten en otros asuntos y no necesariamente su lucha es para ganar más recursos o rutas de tráfico, más bien entran en temas de poder y dominación de territorios. Por eso es importante comprender el fenómeno más allá del debate con el término”,
añade el experto.
El investigador en temas de terrorismo y seguridad en México, Brian J. Philips, profesor en la universidad de Essex (Reino Unido) y asociado al Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE), insiste en diferenciar los ataques del narco como “prácticas terroristas”, pero no considerarlos como terrorismo. Philips considera que la distinción es crucial para poder enfrentar el problema. “Terroristas y criminales a veces usan los mismos métodos, pero tienen motivos diferentes. Eso es lo importante. Grupos con motivos diferentes requieren soluciones diferentes. El cartel Jalisco no quiere su bandera en Los Pinos, no quieren escribir la Ley de Educación. Un grupo criminal quiere que el Gobierno los deje en paz”, señala el investigador. “Y la evidencia sugiere que el método de contraterrorismo no funciona bien con grupos criminales”, agrega.
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El investigador explica que la estrategia para combatir el terrorismo no es eficaz para desmembrar al crimen organizado en México: “Matando líderes de grupos terroristas puede disminuir la violencia, porque afecta a su reputación. Y esos grupos políticos dependen de su reputación política. Mientras que un grupo criminal, no. La decapitación no tiene los mismos efectos, sino que provoca más violencia. Por eso no son solamente palabras, es necesario que seamos precisos”.
El Gobierno de López Obrador ha tachado de “amarillista” a quienes han comparado los ataques con prácticas terroristas. Sí ha aceptado, no obstante, que existe una “propaganda criminal” por parte de estos grupos. Un mensaje que ha conseguido su objetivo: generar alarma y pánico en la población, tanto la que vivió los atentados, como quienes los observaron por televisión conscientes de que algo así puede suceder en su pueblo. “Lo que sucedió está claro en términos jurídicos, se puede acusar de terrorismo con el Código Penal a los que provocaron los ataques. Pero para el Gobierno, aceptar que se cometen actos terroristas, implica asumir públicamente que tienes una política de seguridad fracasada”, critica el exministro Cossío.
La etiqueta riesgosa de “terrorismo”
Los riesgos de asumir terrorismo dentro de tus fronteras van más allá, según Meschoulam. Y recuerda que el debate surgió por primera vez en 2010, cuando Hillary Clinton, que era secretaria de Estado de Estados Unidos en el Gobierno de Barack Obama, mencionó que existía narcoterrorismo en México. El país se encontraba en plena guerra contra el narco, que emprendió Felipe Calderón (2006 a 2012).
“Se volvió un tema muy delicado porque cuando lo usan los actores políticos para sus propias agendas, el término se convierte en una moneda de cambio para otros fines”,
explica.
“Cuando desde Estados Unidos se asigna esa etiqueta, las consecuencias pueden ser enormes. El mayor problema es la extraterritorialidad de la ley estadounidense, que los faculta para llevar a cabo operaciones especiales, porque están en guerra contra el terrorismo y les permite, a veces sin coordinarse con las autoridades locales, desde ataques militares hasta temas de sanciones internacionales que no solo tienen que ver con lavado de dinero del crimen, sino quién financia el terrorismo”,
explica Meschoulam.
Cuando el Estado Islámico comenzó a difundir vídeos torturando en vivo y asesinado a cuchillo a sus secuestrados, México ya había observado algo similar años antes. Los cárteles de la droga no solo atentaban contra la población, y lo siguen haciendo, sino que a menudo filman la violencia y la comparten en redes sociales y algunos medios de comunicación se hacen eco de ella. Circulaban ya entonces cientos de vídeos, y circulan, donde se observa a hombres uniformados, armados con AK 47, enviando mensajes a sus rivales, pero también, desollando a gente, decapitándola. Su público es toda la sociedad, es el terror como doctrina: Narcoterrorismo.
El día que estalló el terror del narco
El 15 de septiembre de 2008, en la celebración del Día de la Independencia en Morelia (Michoacán), el narco dejó su primer aviso contra la ciudadanía: dos granadas que estallaron en la plaza principal de la ciudad repleta de gente. Murieron ocho personas y hubo un centenar de heridos, según el conteo oficial. Se acababa de declarar la guerra contra el narco y la percepción de la población sobre los criminales cambió para siempre. Después, vinieron más matanzas, como la de San Fernando en 2010, donde el narco asesinó a más de 72 migrantes en un ejido en Tamaulipas. Luego, la de Allende (Coahuila) en 2011, donde las autoridades ni siquiera lograron contar todas las víctimas, que se estiman en 300, pues muchos vecinos de ese pueblo fueron disueltos en ácido por Los Zetas.
En el último año, pueblos completos como Aguililla (Michoacán) y otros municipios rurales de ese Estado y otros de Guerrero han sido tomados por el crimen, miles de habitantes desplazados; localidades de Zacatecas sin policías, colgados de puentes, cadáveres torturados a las puertas de ayuntamientos; masacres en Reynosa (Tamaulipas) contra 14 vecinos, similar a los ataques que vivió Juárez la semana pasada. Pueblos como Caborca (Sonora), donde los grupos criminales asedian a la población sin que se desplace un soldado durante horas; fusilamientos a las puertas de un funeral en Michoacán a plena luz del día, minas antipersona en zonas de cultivo. Cuando López Obrador lamentó lo sucedido en Ciudad Juárez y habló de un ataque “nunca visto” contra la población, olvidó más de una decena de rincones del país acorralados por el narcoterrorismo.
Fuente: El País.
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